No hubo colas de ahorradores – si es que queda alguno-sacando desaforadamente los euros de la cartilla. Nadie perdió los nervios. Se puede achacar al carácter cordobés esa actitud, pero es la misma con la que en esta nación vemos cómo todo se va al garete, se esquilma el cajón de los dineros públicos, se va la educación de paseo y se sodomiza a la poca clase trabajadora de verdad, mientras pedimos otra de gambas. Blancas, a ser posible. La pantomima de la fusión, ese teatrillo que no es sino la representación encorbatada de cómo el pez grande se come al chico, acabó como debió acabar. A partir de ahora, cualquiera sabe. Los supuestos salvadores reclaman lo suyo, y los presuntos culpables confían en la Providencia, que para eso también son sucursal. Con tristeza se palpan las venganzas, los aquí te espero, el qué hay de lo mío y mariquita el último, todo ello revestido de esa solemnidad que la mala baba acostumbra a cultivar mientras da clases de progreso y ciudadanía. Con pena, también, se presencia al león herido, a los que quisieron reflotar el barco tocado hace tiempo pero tapado por la connivencia de todos, de muchos de los que ahora gritan y de otros tantos que esperaban que de verdad, una vez marchado el César, los trapos sucios se pudieran lavar en casa y tender una bonita colada. Y con desesperación asistimos otra vez a ser el hazmerreir de toda España, en la ciudad de los palacios de congresos eternamente prometidos, el sector industrial ignoto, la Universidad acomodada y la sociedad civil o lo que sea eso pidiendo una subvención para su peña o asociación en defensa del arroyo truchero. Pero con muchos artistas, eso sí. Todos los del mundo están aquí, en la Capital Europea del Despropósito. Otro holocausto, ahora financiero. Y que pase el siguiente, que nos lo llevamos de perol.
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